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Plaza de Catalunya. Pandemia en Barcelona 2020 |
Recorrí algunas calles desiertas de
Barcelona con la intención de plasmar el mal sueño del confinamiento en unas fotos que expongo en otro artículo.
Al traspasar el umbral de casa, me sentí totalmente desorientada. Un chorro de luz, o eso sentí, me cegó. El escaso ruido en la calle indicaba que el corazón de Barcelona latía muy despacio, diría que a menos de 60 latidos por minuto. La ciudad se había desangrado por todas sus arterias urbanas en 8 semanas. Seguía siendo la misma ciudad compleja y laberíntica en geometría de sube y baja, pero no la reconocía. A pesar de haber pensando tiempo atrás dejar Barcelona, decidí que no viviría en ningún otro lugar; pasaría aquí el resto de mi vida. Nada cambiaria mi decisión.
No soportaba ver la ciudad en la que llevaba casi 50 años, sola, vacía, muerta, desangrada por sus arterias. Barcelona sin gente podría ser cualquier otra ciudad del mundo, menos la mía. El color plomizo que la impregnaba, quedó aferrado a mi retina como la piel a los huesos. Su historia había rodado cuesta abajo hasta pellizcar mi estómago. El silencio se expresaba en la partitura de un pentagrama con aire militar que desgarraba mi garganta, igual que los arbustos secos del parque rasgaban el manto gris que me cubría.
La ciudad me asediaba de forma silenciosa. Una especie de almas deambulaban volátiles sin agitar apenas el aire. Ni un soplo de viento movían los columpios del parque infantil solitario por donde caminaba sin rumbo. La Avenida Gaudí languidecía con miles de hojas en tonalidades que iban del ocre al amarillo cubriendo el paseo central como una frondosa alfombra persa. Un olor húmedo impregnaba todo el lugar, me evocaba el olor que tienen los cementerios en los pueblos pequeños. La calma era infinita. Una grúa perezosa al otro lado de la avenida estiraba sus brazos hacia el edificio que quedó a medio construir en medio de la nada.
El duelo colectivo acompañaba el paso lento de la poca gente que pasaba cabizbaja por los alrededores de la basílica. La tragedia de 8 semanas de confinamiento, añadidas a las que siguieron después, yacía bajo tierra como un décimo de lotería con una cifra escalofriante de cinco números: 45.784. Cuarenta y cinco mil setecientos ochenta y cuatro muertos por Covid ya se contabilizaban. La mayoría eran personas abrazadas a su soledad que les acompañó sin otro cortejo ni honores hasta su tumba.
El mundo entero latía al mismo pulso lento y apagado que mi ciudad. Los enfermos intentaban sobrevivir agarrados a un respirador en los hospitales. A los entierros diarios a los que asistíamos tras las pantallas de plasma sin entender nada, se sumaban los otros muertos, los familiares y amigos que no veíamos ni abrazábamos desde hacía tiempo. Los que habían perdido el ánimo, la ilusión, el trabajo, y la esperanza esperaban en el corredor de la muerte.
Todo era incertidumbre. Aparecían situaciones difíciles de convivencia en las propias casas, donde se mascaba la soledad aunque vivieran en compañía.
La soledad de los ancianos que habitan solos en sus casas es distinta, es una soledad de honda tristeza que se agarra al desconchado de las paredes en habitaciones oscuras que no pintan desde hace mucho tiempo, tanto que ya no recuerdan para poder contarlo. El dormitorio es una capilla ardiente con recuerdos y fotografías desgastadas de sus seres queridos a los que no ven desde hace años, pero siguen a la espera de una carta, de una llamada porque siguen vivos en su recuerdo sin sentir ningún rencor.
Deseo expresar la calidez de la cercanía a las personas que amo y más me importan, poder dar abrazos, ofrecer sonrisas sin mascarilla, acariciar, conversar, y mirarles a los ojos, y ser correspondida con los mismos abrazos, las mismas sonrisas, las mismas caricias, las misma palabras, y las mismas miradas que yo ofrezco.
Esta tragedia se quedará grabada para siempre sin herirme demasiado, igual que ocurre con esas pérdidas que me acompañarán durante toda la vida.
Este artículo salió publicado en INFOLIBRE el 21.12.2020
Luisa Vicente
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