Emigrantes con maletas de cartón, en los años 60 partían a Europa ,América, y Catalunya en busca de trabajo y una vida mejor. Fotografía de Xavier Miserachs |
Ha pasado menos de un año, y casi nos hemos olvidado que 30.000 ancianos murieron de manera escalofriante en residencias españolas desde que se inició la pandemia.
El 14 de febrero 2021, dia de elecciones autonómicas en Catalunya, el voto que cada ciudadano dió a uno de los nueve partidos del arco político, favoreció a todos y a cada uno que aceptaron de forma implícita el protocolo que firmó la Autoridad competente, y que condenó a la muerte a los ancianos que estaban en las residencias.
Dicho protocolo indicaba, que las personas a partir de 75 años que presentaran evidencia de estar contagiados de Covid, no se derivaran a los hospitales para ser atendidos.
A partir de esa orden, todos los ancianos de Catalunya y de toda España permanecieron encarcelados en sus residencias, que son centros sociales, pero no sanitarios, lo que significa que no están medicalizados, ni preparados para atender a los enfermos de covid-19, ni de otras patologias y enfermedades.
Sin ninguna duda, esas 30.000 personas, un fallecido cada 15 minutos, fueron condenados a muerte por homicidio imprudente.
Una gran parte de la mejor generación de nuestra historía reciente, fue sacrificada bajo la decisión de 10 responsables del área de la salud, y la quiescencia de la Administración pública, y de todos los partidos políticos.
Así es. Parte de aquella generación de hierro y manos de esparto, ya no está entre nosotros.
Medias suelas en los zapatos les dió para andar un camino difícil, que se acrecentó en los últimos días de su vida.
Pucheros de barro en su juventud, y luego platos de Duralex en su mesa, sirvieron de poco para comerse el poco tiempo de tranquilidad que les quedaba.
Vestirse de negro en su juventud, y con camisas de colorines en su vejez, tampoco les dio muchas alegrías.
Los sabañones de las manos nunca se les fueron, les acompañaron durante toda su vida de sacrificio y de sueños, que nunca quedaron cumplidos.
Trabajaron 15 horas diarias durante años para comprar un piso. A los dos días de irse a la residencia, tuvieron tan mala suerte que se lo okuparon.
Daban a sus nietos 1 euro cada semana, el mismo dinero que les alcanzaba para vivir un mes. Encima ahorraban, y se compraban tres pañuelos, y una camisa a rayas cada 3 años.
Salían de madrugada al tajo. Fiambrera al hombro con potaje de garbanzos y morcilla, y un trozo de pan envuelto en periódico. Regresaban tan tarde, que solo alcazaba besar a sus hijos que ya estaban dormidos. De mayores comían comida basura en la residencia, hamburguesas precocinadas, puré instantáneo, sopas de sobre, bollos de chocolate, y pastas de 1 euro la bolsa de 12 unidades. Enfermaron de cáncer, diabetes, cardiopatías, enfermedades pulmonares, anemia, y mil cosas más.
Del abrigo raído de paño, pero calentito, que sus mujeres recosían para darle la vuelta y que durara, pasaron a uno de El Corte Inglés mucho más caro. Les aseguraban que era de paño de Gales, mentira, venía de China, era de fibra y nunca les sacó el frío.
Llegaron a Barcelona en un tren de tercera con asientos de madera, y acabaron trasladados en un coche de ministro color negro, con cristales tintados, y chófer incluido, rumbo al cementerio.
Vinieron con maletas de cartón, aguantaron la guerra civil, la postguerra, las cartillas de racionamiento, el hambre, y la dictadura, pero nunca imaginaron verse frente a la parca en una residencia que les costaba 2.000 euros al mes, un dinero restado a su piso, que se quedaba la Residencia por "cuidarles".
De jóvenes enterraron a sus muertos a paletadas de cariño y lágrimas. De viejos no tuvieron ni brazos que los abrazaran, ni ojos que los lloraran, ni nietos que los acariciáran, ni un alma que los despidiera.
Quedaron solos y desamparados. Tendidos sobre las camas de las habitaciones que daban al lúgubre pasillo, oían los aterradores gritos de otros residentes que retumbaban contra los muros y las paredes. Aporreaban las puertas de sus habitaciones suplicando que los dejaran salir. Nadie los escuchó. Allí permanecieron días y noches, algunos conviviendo con su compañero de habitación muerto de Covid en la cama contigua.
Días después, los gritos se fueron apagando. Su maletas de cartón cargadas de sueños incumplidos, se vaciaron para siempre.
Este artículo salió publicado en Infolibre 13.03.2021
También lo publicó El Periódico en formato digital y de papel con el título "NI OLVIDO NI PERDONO" 16.03.2021
Luisa Vicente
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